Espacios de vida, de rezo y de muerte en San Juan de la Peña

Conferencia impartida por Ana Isabel Lapeña Paúl

Cuando visitamos el Monasterio Bajo de San Juan de la Peña siempre nos preguntamos cómo vivían allí los monjes hasta su mudanza al Monasterio Nuevo, y cómo podían ser los aposentos que habitaron.
Siempre debemos tener en cuenta que el paso de los siglos, la Desamortización, el abandono, las antiguas restauraciones… nos han privado de gran número de estancias medievales que felizmente sí han quedado documentadas, e incluso descritas.

La conferencia que ofrecí, a instancias de la Real Hermandad de San Juan de la Peña, el pasado mes de julio en el Salón de Ciento del Ayuntamiento de Jaca nos acercó a esta cuestión. El título de la misma ya anunciaba los aspectos que se iban a desarrollar.
Lo primero que se analizó fue la arquitectura que desarrollaron los monasterios a lo largo del tiempo en función de la normativa que regía la vida comunitaria. En la mayor parte de los casos se establecía una existencia diaria totalmente pautada y, en el caso concreto de los centros benedictinos, con un absoluto equilibrio entre el rezo, el descanso y el trabajo. Siempre nos viene a la cabeza la famosa locución «Ora et labora» como resumen del ideal benedictino, o dicho de otra manera, la alabanza a Dios junto con el trabajo manual diario, el estudio y la lectura religiosa.
Curiosamente dicha expresión no consta expresamente en la Regla de San Benito, aunque sí su esencia, y, en realidad, se creó en el siglo XIX, como resumen de la espiritualidad creada por el santo de Nursia en el siglo VI. Y pese a no contener referencias específicas, el código casinense fue el germen del que brotó toda la arquitectura monástica occidental. Una premisa se impuso: los monasterios debían ser autónomos o lo que es lo mismo, constituirse en comunidades autárquicas que cubrieran todas las necesidades, sin tener que recurrir al exterior.
En el capítulo 48 de la regla benedictina se lee: “La ociosidad es enemiga del alma”, y atendiendo a ello reivindicó el trabajo manual, al que dignificó ya que hasta entonces sólo era propio de esclavos, siervos y clases bajas en general, hecho que constituía en su época una auténtica revolución en la época: “Son verdaderamente monjes si viven del trabajo de sus manos”. Y con ello consiguió que aquellos frailes fueran la vanguardia de la agricultura europea y sus centros monásticos auténticas escuelas agrarias, con dependencias apropiadas como la cilla o despensa, bodegas, espacios para la creación de instrumental agrícola, molinos, establo…
Una ocupación obligada era la lectura, lo cual conllevó la creación de espacios para la enseñanza, la custodia de los libros o bibliotecas, el “scriptorium” donde se copiaban los textos clásicos, se escribían las crónicas, se decoraban los códices y libros principales o donde se preparaban los pergaminos en los que se anotaba minuciosamente la gestión económica del centro. Pero también el monasterio tenía una proyección hacia la sociedad que vivía más allá de sus muros y por ello surgieron estancias como el hospital o el albergue de peregrinos y pobres.

En la exposición que se hizo se analizó el plano teórico y utópico de San Gall (Suiza), de época carolingia, única referencia conservada sobre la configuración espacial monástica anterior al siglo XIII, donde se especificaba la distribución de las dependencias en un monasterio “ideal” y “perfecto” de una manera tan minuciosa que, incluso se detallan las especies vegetales que debían plantarse en el cementerio-jardín. Se comentaron además los planos de Cluny II y Cluny III, conocidos a través de excavaciones y estudios, en los que se constata una mayor complejidad y monumentalización en sus construcciones conforme pasaba el tiempo. No debe olvidarse que dicho monasterio borgoñón fue capital de todo un imperio monástico del que en algún momento San Juan de la Peña formó parte. En Cluny II se enriqueció el claustro con relieves escultóricos -“lo encontró lígneo y lo dejó marmóreo” dice una referencia sobre el abad Odilón (994 – 1049)-, quién además creó la sala capitular o de gobierno, separó del conjunto principal la enfermería y el noviciado, el área para los criados, etc.
Todas estas premisas fueron adoptadas por San Juan de la Peña, eso sí de una manera bastante “sui generis” por su anómala ubicación bajo la roca, su gran falta de espacio y las condiciones especiales (humedad, mala orientación, caída de rocas …) que reúne. El monasterio tuvo una disposición lineal y así lo describen las fuentes escritas: “Todo el edificio con sus dormitorios, … refitorios, librerias y demas oficinas necessarias en un buen monasterio esta a lo largo, metido debajo de la peña, exceptado … el Hospital y la limosna que se apartan algo della” que perduró a lo largo de sus muchos siglos de existencia.
Tuvo tres grandes áreas. La primera a la que se hizo referencia fue la de vida interna y comunal de los monjes (refectorio, dormitorio, sala capitular …) que estaba articulada y organizada alrededor del imponente claustro cuyas pandas eran recorridas por los frailes numerosas veces al día (al ir a rezar, a comer y a trabajar). Era lugar de lectura, rezo y meditación. Se completaba además con dependencias tales como la cocina.
Por supuesto estaba el ámbito eclesiástico con sus dos iglesias, donde se cumplía con la denominada Liturgia de las Horas u oficio Divino (maitines, laudes, etc.). Los textos mencionan el coro, la silla abacial que destaca a la cabeza del conjunto de monjes, el campanario, la sacristía para los ornamentos, más una zona especifica relacionada con la muerte (Panteón Real y el de Nobles, que es, por cierto, el mejor espacio funerario del románico aragonés, y los simples enterramientos bajo las losas.
Siempre he afirmado que San Juan de la Peña fue un gran monumento a la muerte, destino final de todos los seres humanos. Referencia obligada son las inscripciones funerarias que se escribieron por todos lados. Los monjes leían sus nombres y rogaban por sus almas siguiendo la premisa de que los vivos rezaban por los muertos y los muertos intercedían por los vivos, y en este sentido se insistió en que los monasterios fueron guardianes de la memoria de los difuntos.
Y para finalizar había un área abierta al mundo, hoy perdida pero probada su existencia, con estancias concretas para gentes del exterior que se acogían al refugio de los muros pinatenses, tales como huéspedes, peregrinos, pobres y enfermos.
La documentación pinatense de diversas épocas contiene referencias que permiten situar con precisión un buen número de estancias. Así, por ejemplo, se sabe que las caballerizas estuvieron “debaxo del dormitorio”, situación nada anómala dado el intenso frío del lugar. Y al igual que la referencia concreta que acabo de señalar, podrían desgranarse otras estancias tales como las habitaciones específicas para el abad, el horno, la cocina, la habitación del cocinero, la torre de defensa que servía también de cárcel “donde ponen a los que lo merecen”, la lavandería y hasta la huerta de la que se abastecían y así podríamos seguir con un largo etcétera que no tiene cabida en estas escasas líneas.